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No estamos solos

Por Norma De Nardi

Cuando mi madre partió, tenía noventa y seis años recién cumplidos. Fue diagnosticada con una Demencia por cuerpos de Lewy unos siete u ocho años antes. De haber tenido yo, los conocimientos que fui adquiriendo y hoy tengo sobre la enfermedad, hubiera sabido que “esas cosas raras” que venía haciendo desde varios años antes, que esas caídas repetitivas que le ocurrían, que esas visiones que yo pensaba eran sueños, que esa falta de iniciativa, que ese querer permanecer encerrada en su casa, que las angustias sucesivas que venía teniendo…, hubiera sabido que eran los síntomas de una enfermedad que se estaba instalando desde mucho tiempo atrás.

Ella se lo había anunciado varias veces al médico que la atendía, yo escuchaba la respuesta de ese profesional que le decía: “Anita, para ‘su edad’ esta espléndida”; hasta que un día mi madre decidió un cambio de médico y éste me dijo: “su mamá está haciendo una demencia, tiene que ver a un neurólogo”.

Sentí que el piso me temblaba, que el mundo se me venía abajo, que la angustia se apoderaba de mí. Mi mamá siempre había sido una persona sana, vivía sola porque no quería que nadie la invadiera en su propia casa y se negaba a vivir más un mes en casa ajena. Me pregunté cómo iba a resolver aquello que evidentemente debía afrontar me gustara o no.

Nadie se convierte en familiar cuidador por propia voluntad o deseo, tampoco se le pregunta si está o no preparado para serlo y yo no estaba preparada, tenía hijos y esposo, una casa que atender y ahora se sumaba mi madre y su enfermedad. Mi único hermano vive a 400km de distancia, sabía que poco y nada podría contar con él.

En cuanto salimos de la consulta médica mi mamá me interrogó para saber qué diagnóstico había dado el profesional ya que ella no lo había entendido. Le contesté con lo que yo creí podía ser lo más sencillo y más próximo a la verdad, así me había comunicado siempre con ella no tenía porque mentirle justo ahora, entonces le conté que sus neuronas se estaban muriendo más rápido que lo normal, intuitivamente le dije que no debía abandonarse que debía ejercitarlas para que no siguieran desapareciendo.

Lo primero que hice al llegar a casa fue sentarme en la computadora y escribirle un mail a mi hermano al tiempo que lloraba sin parar, luego entre a Internet buscando ayuda, aparecía una página de España, el miedo se apoderó de mí, sabía que debía existir alguna asociación en Argentina…pero no encontraba nada; hasta, que días después, mi hermano me envió un libro que alguien le había prestado y allí apareció mi tabla de salvación: A.L.M.A. ( Asociación de Lucha contra el Mal de Alzheimer y alteraciones semejantes de la República Argentina); de inmediato me puse en contacto con la Asociación, recibí no sólo información sino que se me tendieron manos que me contuvieron, calmaron: mi ansiedad, mi desazón, mi angustia.

Hoy puedo decir, sin temor a equivocarme, que si no hubiera sido por A.L.M.A. no sé qué hubiera sido de mi vida y de la de mi familia. Vivir tratando de llevar por buen camino a un enfermo de demencia no es un trabajo fácil.

De inmediato organicé a dos personas por turnos para el cuidado de mi madre, lo que fue, primero una tarea apocalíptica que las aceptara y luego lograr que no las espantara…en un mes se encargó de echar a cuatro cuidadoras.

Durante los primeros tiempos aparecieron lo que yo llamo los problemas colaterales: la negación, la falta de información, el miedo a lo que vendrá, las discusiones familiares por las medidas a tomar, el poco apoyo que se recibe, las quejas del propio paciente, los trastornos conductuales del enfermo, las quejas y opiniones de los que no ayudan pero opinan, la sobrecarga de responsabilidades, las frustraciones de planes futuros propios y/o compartidos con el enfermo, en fin los escollos cotidianos con los que tiene que vivir el cuidador familiar principal.

Luego la vida se transformó en un duelo casi permanente, los signos de cansancio, el estrés físico y emocional se instalaron en forma continua, lo cierto es que no tenía tiempo para mí y el pensar casi permanentemente en mi madre, en sus trámites, en sus estudios, en el personal de servicio, aún cuando me tomara unos días de descanso, todo se transformaba en una carga tremendamente agotadora, agobiante, destructiva para mi persona.

Pero encontré una mano que se me extendía y la tomé, me transforme en voluntaria de A.L.M.A. , asistí a sus grupos de apoyo y a sus charlas donde no sólo obtuve información sobre la enfermedad sino que entendí como debía tratar a mi enfermo, entendí y comprobé que se puede reír con el enfermo, que se pueden compartir momentos inolvidables, asumí que yo tenía permisos para estar enojada y también para luego perdonarme, comprendí también que si no me cuidaba yo, no podía cuidar a mi madre; aprendí a pedir ayuda y a brindarla.

Hace casi 18 años que pertenezco al voluntariado de ALMA, pase por diferentes puestos de trabajo dentro de la organización, hoy respondo los e mails que nos llegan con consultas y trato de brindarme como yo fui acogida en la asociación; la satisfacción de saberme útil, de recibir los agradecimientos que muchas personas devuelven como respuestas a mis correos, me llenan de caricias el corazón y me dan fuerzas para continuar en este rumbo.

Hoy, mirando hacia atrás, debo decir que la enfermedad de mi mamá me abrió un camino que creí iba a ser imposible de transitar y, no sólo logré caminarlo, sino que me enriqueció como hija y como persona.

Por todo esto, si el que está leyendo este relato está transitando la demencia de algún familiar, finalizo diciendo lo que siempre escribo al terminar un asesoramiento:  Recuerde que Ud. no está solo, nosotros podemos ayudarlo, acompañarlo y contenerlo.